«Fernando es Director de Operaciones de una empresa multinacional de ingeniería civil que acaba de fichar a Miguel Ángel para ejecutar un proyecto de máxima urgencia e importancia estratégica. Miguel Ángel acepta el reto con valentía y se pone manos a la obra sin dilación, sabiendo que el nivel de presión que va ha tener que afrontar será muy elevado. Cada lunes a primera hora, Miguel Ángel se reúne con Fernando para revisar el status del proyecto. En esa reunión, además de tratar los avances del mismo, Miguel Ángel le entrega a Fernando un informe semanal donde se actualiza el calendario de ejecución de las diferentes tareas y cuya redacción le ocupa cerca de 3 horas de trabajo, la mayoría de ellas durante el fin de semana. Miguel Ángel piensa que un informe de este tipo puede serle útil a Fernando. Éste, sin embargo, cree que es una pérdida de tiempo pero no le dice nada para no herir su sensibilidad.
A medida que pasa el tiempo y surgen complicaciones en el día a día del proyecto, Miguel Ángel se queja a su equipo del engorroso trabajo que le representa redactar el rapport semanal, sin embargo, no le dice nada a Fernando porque la da cierto reparo y porque espera que sea su jefe quien le haga la propuesta de suprimir el informe.
Con cada acto de silencio y el paso del tiempo, la incomodidad de Miguel Ángel se convierte en resentimiento hacia su jefe al que culpa de no ser sensible a su esfuerzo. Del mismo modo, Fernando observa un cambio en la actitud de Miguel Ángel. Ahora lo ve más susceptible y agresivo y empieza a dudar de su capacidad».
Este ejemplo muestra las consecuencias que tiene para la empresa una inquietud no compartida. Miguel Ángel empieza a mostrar signos de desmotivación y Fernando tiene dudas de la capacidad directiva de su jefe de proyecto. Y todo por no hablar. Por no arriesgarse a expresar sus opiniones. Si todo sigue así, Fernando acabará despidiendo a Miguel Ángel, si es que éste no se marcha antes. Miguel Ángel y Fernando son el fiel reflejo de un buen número de directivos que, por alguna misteriosa razón, prefieren callar lo que piensan sin saber el elevado coste que tiene ese silencio para la organización.
Las situaciones en las que las personas se quedan calladas son, desafortunadamente, mayoritarias. Esos silencios se mantienen para no correr riesgos, no molestar, mantener el status, no cuestionar al jefe, preservar el reconocimiento del grupo o, incluso, conservar el puesto de trabajo. El gran dilema de estas conversaciones ocultas es que no son inocuas y pueden generar sentimientos de humillación, angustia, desmotivación y resentimiento en las personas y acaban por afectar directamente al rendimiento individual y colectivo.
Pero, ¿quién o cómo hay que intervenir para que se minimicen estos silencios en las organizaciones? No hay lugar a duda: son los directivos y gerentes quienes han de hacerse cargo de estas inquietudes. Y para ello deben incorporar en su estilo de liderazgo nuevas competencias basadas en la comunicación, la escucha activa y el feedback bidireccional. De esta manera serán capaces de crear espacios de reflexión y mejora transversales, anticipar situaciones conflictivas y, en definitiva, mejorar la motivación de sus equipos.
Si pensamos en la empresa como un mundo de relaciones interpersonales podemos deducir sin miedo a equivocarnos que la empresa es un mundo de espacios conversacionales. El nuevo directivo, por tanto, es aquel que se hace responsable del espacio conversacional que necesitan sus equipos y se convierte en observador privilegiado de los obstáculos que éstos se encuentran en su desempeño. El nuevo directivo se transforma en un agente de intervención que, usando el poder de sus conversaciones, es capaz de disolver tales obstáculos y conducir a sus equipos y a sus organizaciones por la senda que les permitirá compartir una misma visión y alcanzar los objetivos previstos.
¿Y cómo desarrollar esas competencias? ¿Cómo abrir esas conversaciones? Desde el aprendizaje individual. Es decir, desde la interiorización y toma de conciencia de las causas que impiden a cada directivo expresarse y hacer que otros se expresen y desde el compromiso con la mejora de la cantidad y la calidad de las conversaciones con los miembros de su equipo.
Si Miguel Ángel no se atreve a pedirle a Fernando que le exima de pasarse el fin de semana escribiendo el informe semanal, si un delegado de ventas es incapaz de decirle a su jefe de ventas que en su zona no funcionan las políticas que se aplican en el resto de áreas o si un director general no se decide a felicitar a su director de investigación por el excelente producto que ha desarrollado no es porque no quieran hacerlo sino porque, probablemente, no lo hayan aprendido a hacer. Aprender a conversar no se consigue en un seminario de un día, ni de un fin de semana. Aprender significa abrir un espacio en el que la persona declara que quiere conseguir un objetivo y que ahora no es competente para alcanzarlo. Es decir, se declara aprendiz.
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